Al borde del precipicio

Pierre-Luc Prestini

Pierre-Luc Prestini

—Empecemos de nuevo.
—¿Desde el principio?
—Sí, desde el principio...

Me apoyé bien en el respaldo de la silla, me aclaré la garganta y suspiré con discreción para no irritarlo.

Primero debía describir el acantilado. La superficie herbácea, el viento. Cien o doscientos metros más abajo, las olas que golpean la roca.

¿Por qué fui hasta allí, a varios cientos de kilómetros de casa? En esta época del año nadie pasea por el acantilado, pensaba que no habría un alma. Para suicidarse es más apropiado, ¿entiende? Porque no es mi estilo cortarme las venas ni romperme el cuello, y mucho menos vaciar todo el contenido del botiquín. Quizá por falta de valor. Y por el alto riesgo de que salga mal. Mientras que el acantilado... Si una no se hace pedazos contra las rocas, se ahoga en el mar. ¡Es el éxito seguro! Salvo que no esto no lo había previsto, no había previsto a Lola.

Sí, sé su nombre. Porque me lo dijo. Pero, fuera de eso, a ella no la conozco. Es verdad. Nunca la había visto. En realidad, su nombre, me lo gritó. Durante todo el tiempo en que habló, lo único que hizo Lola fue gritarme.

Ella ahí y yo aquí, era obvio que nos molestábamos. Quiero decir que a las dos se nos hacía más difícil llevar a cabo nuestro proyecto. En cuanto la vi, de lejos, entendí por qué había venido. No es un lugar para pasear, menos aún en el mes de noviembre. Pensé que era preferible que me fuera y que volviera más tarde. Cuando alguien te está mirando no es lo mismo, una ya no se anima. Estaba a punto de pegar media vuelta cuando nuestras miradas se cruzaron. Fue el golpe de gracia. Bueno, no literalmente, claro, sino que a partir de ahí todo se fue encadenando y por eso ahora estoy aquí.

Vino corriendo hacia mí y gritando qué hacía yo ahí, por qué no me iba a otra parte, que la costa era larga. «¡Fuera! ¡Fuera de aquí!» —vociferaba, con la cara roja de furia. Sin que yo le preguntara nada, me largó todo. Que había venido para saltar, que le había llevado mucho tiempo dar el paso, que era la decisión más importante de su vida, que mi presencia ahí lo arruinaba todo. Típico de mí, lo arruino todo, siempre. Mi vida sobre todo. Por eso había venido hasta el borde del acantilado. Esperaba que nadie viniese a molestarme. ¿Cómo me iba a imaginar que me cruzaría con una Lola furiosa, rabiosa? Le repito que no la conocía. Luego le contesté que se equivocaba, que ella había venido a importunarme a mí y a impedirme... No pude terminar la frase, su voz tapaba la mía. Y empezó a pegarme en el pecho con sus puños pequeños y con todas sus fuerzas. No era muy alta, era más bien menuda incluso, pero ¡qué energía! «Me lastimas» —le espeté, apretándole los puños. «¡Suéltame!» —me gritó. Se debatía como una fiera, no me quedaba más remedio que aflojar las manos. Ahí fue cuando me empujó hacia el borde del acantilado y yo resistí porque ya no tenía ganas de destrozarme el cráneo cien metros más abajo. La empujé, perdió el equilibrio y pensé que todo acabaría así, que cada una iba a recobrar el juicio y vivir su vida. Al contrario, volvió a la carga. Nunca antes había visto a alguien con tanta determinación. Tomó envión para arrojarse sobre mí. Me habría podido matar, me tenía que defender. Esquivé un primer intento, un segundo, pero ella se ensañaba cada vez más. Yo me tenía que proteger, agente, era lo único que podía hacer. Cuando embistió de nuevo, me hice a un lado a último momento y ella, con el impulso de la carrera, no logró parar a tiempo. Se fue directo al precipicio. Imposible detenerla. Se cayó del acantilado. No me atreví a mirar si acabó contra las rocas o en el mar. Sé que lo que le cuento puede parecer absurdo. ¿Quién podría creerme? Y sin embargo es la pura verdad. Se lo juro. Le juro que no miento.

El policía me mira fijamente. No logra determinar si me estoy burlando de él y su indecisión lo exaspera. Se levanta de la silla, da una vuelta entera por la oficina y se vuelve a sentar. Se frota los ojos enrojecidos por el cansancio y luego, inclinándose sobre la mesa hasta acercarse tanto a mí que puedo sentir su aliento y que debo contenerme para no hacer una mueca de disgusto, con un soplido, me suelta:

—Empecemos de nuevo, desde el principio.

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