Zona Exclusiva
Alki
Gustavo estaba ansioso. Tuvo que intentarlo tres veces hasta lograr atar los cordones del zapato izquierdo. Hoy era un gran día: iba a empezar su primer trabajo fuera de zona.
En su manzana, a los trabajadores fuera de zona se los podía contar con los dedos de una mano: Jacinto, agente de limpieza del banco; la bella Marilina, que trabajaba medio día como cajera en un súper; y el viejo Manuel, auxiliar de enfermería. Al ser trabajadores fuera de zona, a los tres ya se los consideraba privilegiados. Disfrutaban de un nivel de vida muy superior al de sus vecinos: apartamento privado, motoneta eléctrica personal, sueldo fijo y tres semanas de vacaciones sin sueldo. Una auténtica vida de reyes.
Pero lo que había conseguido Gustavo era mucho más impresionante. Después de pasar una serie de entrevistas y un sinfín de pruebas físicas y psicológicas, se había ganado directamente el derecho de trabajar en la Zona Exclusiva. Sus vecinos de manzana recibieron la noticia con alegría e incredulidad.
La Zona Exclusiva —o la «Z.E.» como todos la llamaban— era la ilusión de todos los habitantes de las zonas numeradas porque ahí vivían los ciudadanos más adinerados. La entrada a esa zona estaba bajo un estricto control.
En cuanto Gustavo obtuvo su permiso de trabajo, se hizo famoso en su manzana. La gente se paraba para saludarlo o para pedirle consejos. Sin embargo, su nueva notoriedad no se le subió a la cabeza ya que sus padres le enseñaron desde muy joven el valor de la humildad y del trabajo.
Cuando estuvo listo, bajó hasta la entrada de su edificio. Nada más traspasar el umbral de la puerta, Gustavo no podía dar crédito a lo que veía: los habitantes de toda la manzana se habían congregado en una multitud compacta para acompañarlo hasta la zona de salida. Con paso firme, y orgulloso de pertenecer a esa comunidad, se dejó llevar por la marea de rostros conocidos. Jacinto, Marilina y Manuel iban abriendo el camino a la cabeza del cortejo.
Al llegar al gran pórtico de salida, el grupo se apartó un poco para que todos pudieran ver a Gustavo. Con apenas dieciséis años, el joven de la manzana se disponía a cruzar el pórtico acristalado que ostentaba dos inmensas letras negras: Z y E.
Como le enseñaron en su capacitación, se acercó al pórtico y tocó con el dedo el lector de ADN. Mientras el aparato procesaba la información, la multitud retenía el aliento.
Instantes más tarde la pantalla se puso verde, una voz robótica anunció «acceso autorizado» y el pórtico acristalado se abrió ante él.
Aunque los hurras de la multitud y las exclamaciones de los niños le impidieron a Gustavo oír las instrucciones, las conocía de memoria dado que había leído mil veces el manual. Por lo tanto, sabía qué hacer.
Dio un paso al frente y el pórtico se cerró a sus espaldas. Saludó a sus padres con la mano pensando en todo lo que iba a poder contarles al regresar por la noche.
De pie junto a la luz que aún seguía estando verde, Gustavo soñaba despierto. Bajo un sol de plomo, un desfile de coches pasaba ante sus ojos. Todo lo que había visto en su manzana eran coches de policía, ambulancias y camiones de bomberos. Había que ahorrar durante toda una vida para poder comprarse un coche, de manera que nadie lo hacía.
En cambio, cada habitante de la Z.E. tenía el suyo. Gustavo se quedó maravillado con la variedad de modelos y colores. Las primeras veces, hasta se olvidó de ponerse a trabajar.
Después de unas horas, su cuerpo incorporó el ritmo de los semáforos. Gustavo sabía cuántos coches iban a pasar antes de que el semáforo volviera a ponerse amarillo y después rojo.
Un policía se detuvo a su lado para pedirle los documentos. Era la tercera vez desde que había empezado a trabajar. No era frecuente que hubiese empleados nuevos en la Z.E., seguramente los automovilistas habían dado la alerta.
Gustavo le mostró su permiso de trabajo al agente, quien lo leyó en voz alta:
«Nombre: Gustavo Rosas. Zona: 3. Habilitado para: Zona Exclusiva, Cruce de los hombres ilustres. Profesión: mendigo».
El agente de policía miró de arriba abajo al joven de tez morena.
«Todo está en regla, puede seguir trabajando» —concluyó.
Gustavo volvió a caminar junto a la fila de coches, mostrando la cara de miserable que le había permitido hacerse con su puesto de trabajo. De vez en cuando, la ventanilla de un coche se abría y Gustavo ganaba una pequeña fortuna.
Con un cinismo a toda prueba, el Gobierno decidió que la felicidad de los más adinerados solo podía apreciarse en comparación con la desdicha de los más pobres. La reintroducción de los mendigos contribuyó a restablecer esa perspectiva y así todos se sintieron mejor.