Mi hada
Dorothée Coll
¡He capturado un hada!
Ah, no... No, no, no... Esta es la versión para presumir con los amigos.
En realidad, he encontrado un hada.
Ahí estaba, con las alas arrugadas y la cara cansada, en el alféizar de la ventana. Primero creí que era un pajarito, una avecilla aturdida tras chocar contra el cristal de la ventana. Porque efectivamente estaba aturdida y, además, estaba muerta de frío. Con este invierno que se eterniza, a nadie se le ocurre dejar un hada al raso. Y, sin embargo, ahí estaba. ¿Cómo? ¿Por qué? No lo sé.
Me puse las gafas, sin ellas no veo bien, y miré más de cerca. No era un herrerillo, como había supuesto a causa del sombrerito que llevaba en la cabeza y de su vestido color narciso o mimosa (¡bueno, amarillo! La verdad es que no entiendo mucho de colores de flores) en parte tapado por su abrigo color ratón.
Parecía un poco atontada, casi azul de frío. No dejaba de temblar y tenía la carne de gallina —bueno, carne de pollita: era muy chiquita— parecía frágil, así que abrí la ventana.
Me preocupé porque parecía muerta. La tomé dulcemente en mis manos, todavía respiraba. Me sentía un poco tonto, era mi primera hada, no sabía muy bien cómo manejar la situación. Me senté en el sofá y, para calentarla, coloqué la otra mano a modo de tapa, apartando un poco los dedos para que le llegara la luz y un poco de aire, y esperé. Me apetecía un cigarrillo, pero tenía que ocuparme de mi hada. Mi hada... Creo que en el momento de decir eso, con ese simple posesivo, fui plenamente consciente de que ya me estaba encariñando con ella.
Esperé inmóvil. Soy paciente, es una de mis virtudes.
Al cabo de un rato, un ligero movimiento me hizo cosquillas en la palma de la mano. Abrí los dedos y la sorprendí bostezando, con la boca abierta de par en par. Sonreí. Es curioso, el bostezo de un hada suena como un pájaro que pía, pero más grave. Me miró y me soltó, la muy descarada: «Nunca me tapo la boca con la mano. Cuando bostezo, bostezo así, con la boca abierta de par en par. ¡Si no te gusta, me voy!».
Creo que estaba molesta de que la hubiera pillado in fraganti. Las hadas son muy susceptibles.
Primero le dije «Bueno». Y luego le dije: «No, no».
Me di cuenta de que mi respuesta no era muy clara, así que proseguí:
—Puedes bostezar como quieras.
—¡Sí! ¡Bostezo como quiero! Caliéntame un poco de leche, pero no muy caliente. Ponla en una taza un poco plana. Espero que tengas una taza un poco plana...
Me dije que menudo genio, que hubiera podido decir «por favor», pero que después de todo no estaba al corriente de las convenciones vigentes entre las hadas. Abrí el aparador y le enseñé los distintos modelos de taza.
Al final eligió una pequeña flanera.
Calenté un poco de leche. Le decepcionó un poco que fuera semidesnatada, me pidió que le añadiera un poco de nata y también canela. Así lo hice. Luego vertí un poco del líquido perfumado en la flanera.
El hada metió la mano dentro: «Gracias, está a la temperatura adecuada».
Se quitó el sombrero y el abrigo, pero cuando vi que se disponía a quitarse el vestido, le dije bajito: «Te dejo, me voy a fumar un cigarrillo en el balcón». Entonces me regaló una inmensa sonrisa, de las que te hacen perder la cabeza, y me respondió «OK».
Cuando volví, la flanera estaba desierta, el vestido, el abrigo, el sombrero y el hada habían desaparecido, pero sobre la encimera había un «gracias» de leche dibujado con la punta del pie.
Encontré un hada y cada mañana, mientras me preparo un café, echo un vistazo al alfeizar de la ventana... Tengo mucha paciencia. Es una de mis virtudes.